Crónica
La peste en la universidad
Las
enfermedades contagiosas masivas en la Edad Media eran denominadas
con el genérico nombre de "la peste", que significaba en aquella
sociedad un mal incurable que conducía de forma inexorable a la
muerte de quien estaba infectado. Solía ser valorado como en
castigo divino dado a los hombres a consecuencia de sus maldades y
pecados. Más recientes son otros contagios como la fiebre amarilla,
el tifus, la malaria, la fiebre de 1918, el ébola y otros mucho
más, que van siendo en parte controlados, pero que afectan a muchas
poblaciones que poseen un sistema de salud precario y de desigual
acceso desde el punto de vista social.
En un sentido figurado también
utilizamos en nuestra lengua el término "peste" para
referirnos a personas o grupos que contagian malas sensaciones, que
representan la maledicencia, y el mal hacer, que son tóxicos para
la convivencia y el quehacer colectivo. De eso encontramos en la
universidad, también en la nuestra, un buen grupo de representantes
de ambos géneros. Pero hoy no toca hablar de ello.
Es a propósito del
Coronavirus-19, que ahora nos tiene invadidos, cuando queremos
trasladar algunas breves reflexiones sobre la posición y respuesta
de la universidad, la que ha dado hasta ahora y la que se avecina.
Incluida la Universidad de Salamanca.
Una primera cuestión tiene que
ver con la actitud y respuesta de solidaridad que profesores y
estudiantes dan ante el dolor de personas próximas, o de miembros
de la institución. Nada que objetar, porque se ha hecho lo que se
ha podido hacer ante algo tan imprevisto como la llegada de esta
calamidad colectiva.
Una segunda línea de actuación
tiene que ver con salir airosos de una situación administrativa,
docente, investigadora como la que por obligación de las normas
públicas pautadas, y por responsabilidad social, ha supuesto el
confinamiento en casa, y en consecuencia la imposibilidad de
atender in situ, en presencia, a estudiantes, colegas, reuniones,
tutorías, actividad docente, gestión administrativa. En este amplio
cupo de casuísticas, desde luego inéditas y de utilización masiva e
inmediata, creo que se ha hecho y se está haciendo lo que precisa
lo más urgente y perentorio para no paralizar la marcha de la
institución. Podemos decir que en términos globales se ha ido
respondiendo, si bien algunas cosas son mejorables, como por
ejemplo la diversidad de informaciones sobre un mismo asunto,
clarificación de plazos, o el dar por supuesto que todos los
alumnos y estudiantes tienen un acceso fácil, y formación adecuada,
para una docencia telemática. Incluso la aceptación de que muchas
cuestiones son insolubles por vía digital exclusiva.
Desde el punto de vista
estrictamente sanitario la universidad ha ofrecido lo que era de su
competencia, a través del personal de las facultades y grupos de
investigación de las ciencias de la salud. Nada que objetar, pues
la conducta de los sanitarios en la crisis está resultando
ejemplar, y con grave riesgo para su salud. Igualmente, los grupos
de investigación relacionados con enfermedades epidemiológicas
están haciendo lo que está en sus manos, me imagino yo.
Como según todos los indicios el
virus es recurrente, y van a llegar nuevas oleadas de infección en
los meses venideros, sin saber con precisión cuándo se van a
producir, hay que prevenir y pensar en otras formas de hacer
ciencia, formación y "normalizar" la vida de la universidad hasta
donde su pueda. Es importante no volver a caer en los mismos
errores.
Pero hay otro tipo de asuntos en
los que la universidad debe prepararse y afrontar la nueva realidad
sobrevenida. Tiene que ver con la reflexión y respuesta ante las
catástrofes masivas, como es el caso. Ante esto poco se ha hecho en
nuestros centros universitarios.
Hay que asumir que estudiantes,
personal y profesores precisamos tener asimiladas algunas
respuestas entrenadas de forma individual y colectiva para superar
mejor dramas colectivos que puedan producirse, en el seno de la
universidad o en la sociedad del entorno donde se inserta. Hay
países, y universidades, en Japón por ejemplo, donde estos
mecanismos están incorporados a la vida cotidiana de las
universidades por razones sísmicas, como es el caso. En nuestras
universidades parece que todo es placidez y que no ocurre nada,
hasta que se produce. De ahí que programas de evacuación ante
incendios, inundaciones y otros dramas naturales o sociales
debieran estar presente en el día a día universitario.
De la misma forma que estudiar y
promover la resiliencia, la capacidad de dar respuesta serena al
dolor individual y colectivo que resulta de un drama imprevisto.
Igualmente hay que cultivar entre nosotros el ejercicio de la
solidaridad, con independencia de las creencias particulares de
cada uno. O la presencia cada vez más evidente de las personas
mayores en la universidad, que no son un estorbo, ni una graciosa
concesión de alguien, sino una realidad cuantitativa y
cualitativamente nueva de la universidad de nuestro siglo, y que
están siendo las víctimas más señaladas de la actual
pandemia.
Tal vez, y sobre todo, en una
institución donde se forman generaciones de jóvenes y se investiga
para la sociedad, conviene no dejar a un lado el asunto de los
fines, de hacia dónde va lo que enseñamos, aprendemos e
investigamos. Hay preguntas existenciales que cada ser humano nos
hacemos, o debiéramos tener presentes, y a las que la universidad
no puede renunciar, de ninguna manera, porque está en su ser
formular preguntas y tratar de encontrar respuestas. La actual
etapa de reclusión familiar debiera invitarnos a todos los miembros
de la llamada comunidad universitaria a pensar algunos temas de
fondo, en el plano individual y en las respuestas colectivas. Y
estas no son estrictamente técnicas