Crónica
El espacio físico y el virtual en la universidad
Hace unos días publicaba el politólogo Moisés Naím
un lúcido artículo en un periódico de gran tirada que titulaba
"Reacciones, exageraciones y confusiones". En él se refería a lo
que observa en el mundo sobre las reacciones a la crisis generada
por la pandemia del covid-19 que todavía nos trae de cabeza. Este
analista comenta que se exagera el impacto de las crisis
pronosticando cambios casi apocalípticos en el mundo (que
luego no lo son tanto), añade que las reacciones de los gobiernos
tienen más impacto real en vidas y efectos económicos que las
pandemias (por ejemplo, guerra de Afganistán), que la crisis actual
no es global como no lo fueron iguales en el pasado (no afecta de
la misma manera a un país que a otros, ni a una familia o persona
que a otras, ni a un sector social que a otro), que es recurrente
ante la crisis proponer reformas (como ha sucedido en otras crisis
parecidas, o no, como salida conceptual facilona), o que finalmente
con las crisis lo que se creía permanente es transitorio, o al
revés ( ya sean líderes políticos, o instituciones).
En lo que sí es diferente esta
crisis, arguye el analista, es que nos ha traído un cambio de
costumbres que comenzó siendo un paliativo y se va a convertir en
algo permanente. Se refiere al llamado teletrabajo o trabajo desde
casa, que ha llegado para quedarse, porque son muchos los intereses
socioeconómicos en juego que han puesto sobre la mesa las grandes
empresas y las administraciones. Ahora el teletrabajo ha sido una
emergencia, pero se buscará la manera de convertirlo en un eje
"natural" de la vida productiva. Ante todo porque es más barato y
de forma imperceptible exige al trabajador implicarse durante más
horas en la actividad laboral en detrimento de otras tareas
familiares o de cultivo personal. Por tanto, de la excepción parece
que se va a hacer la regla, y eso cambia el decorado mundial en
todos los sentidos. El teletrabajo ha llegado para quedarse.
Invito al lector a trasladar esta
reflexión al ámbito universitario, a las tareas docentes,
investigadoras, de gestión y extensión, tal como ahora mismo las
estamos viviendo, en el corazón de la pandemia, que nos impide el
acceso a las facultades y centros de formación e investigación, que
nos obliga a establecer una distancia social física y simbólica. De
forma un tanto apresurada y alegre, para dar soluciones de
emergencia, todo parece haberse convertido en telemático en nuestra
actividad docente e investigadora. Es lo que defienden posiciones
políticas muy próximas a los intereses económicos del capital. Y
estamos comprobando que las cosas no son tan bonitas como se
quieren dibujar, si realmente queremos actuar con convicción y
seriedad científica en relación con nuestros estudiantes y en
nuestros productos científicos.
La creación del llamado "Campus
Virtual" en el MIT de Massachussetts (USA) hace unos años, como
sustituto del campus físico, ha generado infinidad de debates en
torno a la importancia , o no, de los espacios, su carestía, y
sobre todo la pérdida de sociabilidad científica que corre el
riesgo de desvirtuarse si aplicamos de forma exagerada y
generalizada el uso de la telemática como instrumento sustitutivo
de otras acciones formativas propias de una didáctica que vaya más
allá de la enseñanza y se inserte en un concepto formativo de
universidad.
Ha sido casual la lectura en
estas semanas de reclusión de un libro que me parece muy
recomendable y que incide en este debate. Se trata del titulado
"Las formas de la educación", escrito por Pablo Campos (doctor
arquitecto) y Laura Luceño (doctora en estudios de moda), publicado
recientemente. Es un ensayo riguroso sobre la arquitectura de los
centros de educación superior y los campus universitarios, pero
también del interior de los espacios, de las aulas y pasillos, y de
otros elementos que forman parte del mapa físico de una universidad
o uno cualquiera de sus centros.
El espacio, se viene a decir, es
una variable imprescindible del proceso de construcción de la
personalidad de un niño, pero lo es también de las formas de
relacionarse el adulto con el mundo o de aprender más allá de lo
que estrictamente representa la enseñanza de una determinada
materia o disciplina. A formar ciudadanos responsables, personas
especialistas comprometidas solo se aprende con los demás, en
contacto directo, de proximidad, algo que la enseñanza telemática
no ofrece, puesto que en éste se trata de un aprendizaje
preferentemente individual.
La teleenseñanza y el uso de las
TICS ya están inventadas y bien practicadas entre nosotros. Ya no
existen sorpresas escandalosas, porque son instrumentos de apoyo de
nuestra actividad docente, que a veces se convierten en
imprescindibles, pero en otras ocasiones no tanto. Pero de ahí a
querer transformar toda la estructura universitaria de forma
radical, suprimiendo espacios de contacto y encuentro entre
maestros y estudiantes, no solo es eliminar una de las claves de
las originarias universidades medievales (que precisaban de un
LUGAR de encuentro para identificarse como Estudio), sino que es
forzar la sustitución de oportunidades de encuentro dialógico y
humanista por la fría relación de individuos a través de una
máquina (o conjunto de ellas en red) que hace las veces de espacio,
y por ello se le llama la enseñanza virtual.
Hemos de saludar con alegría el
uso adecuado de la teleenseñanza cuando sea oportuno su uso, o
cuando por circunstancias muy especiales no sea posible mantener un
sistema de encuentro físico en la actividad universitaria (como es
el caso de la actual pandemia que nos afecta). Pero de ahí a
establecer de manera forzada y obligatoria formas telemáticas que
en apariencia son más rápidas y baratas (pero no más eficaces y
formativas), es renunciar a una de las claves que dan identidad a
la universidad, los espacios de encuentro formativo, el diálogo y
la sociabilidad entre compañeros y con los profesores.
¡Cuidado con esa advertencia que
se nos hace sobre el teletrabajo y la teleenseñanza generalizada
que algunos celebran que haya llegado para quedarse!