CRÓNICA SALAMANCA
En la lengua española , en estilo
familiar, se dice que una persona es beata cuando frecuenta mucho
los templos y se dedica a toda clase de devociones. En
consecuencia, la beatería sería equivalente a la actitud permanente
adoptada por una o varias personas en esa misma dirección. Es, por
ello, un lenguaje coloquial, pero correcto, derivado del
mundo religioso, de las prácticas religiosas, donde al fin
prevalece la fe sobre la razón, las creencias y aceptaciones sobre
la disensión.
Pero cuando se aplica la beatería,
o el nombre de beato, más allá de estos espacios y ambientes
religiosos, y es muy frecuente hacerlo, cada vez más, viene a
equivaler a una actitud conformista y acrítica, casi angelical y
mística, ante lo que sucede. O sea, una especie de posición de
parálisis por parte de un hombre o mujer, de no intervención, de
aceptación sin más de los hechos, o al mismo tiempo de bobería
crédula, carente de todo tipo de crítica.
Cuando aplicamos este concepto de
beatería a la universidad debemos tener un cierto cuidado, cuando
no prevención, porque puede resultar peligroso caracterizar una
actitud colectiva, incluso masiva, muy débil en cuanto a su talante
crítico. Es decir, que a nadie le gusta en la universidad que le
llamen conformista con lo que observa y vive, porque una de las
claves normales de toda vida universitaria es la de mostrarse
crítico, inconformista, reformista, incluso revolucionario. En el
espacio donde domina la razón, la disensión, como sucede con la
universidad, la crítica es un ejercicio habitual, sano y
consustancial al devenir universitario.
Estas reflexiones vienen a situarse
en el corazón de los problemas de la vida cotidiana que viven
nuestras universidades europeas en el presente, hoy muy
condicionadas por la aplicación del llamado modelo universitario de
Bolonia. Ya sabemos que tal modelo no se ha elaborado en esa
histórica ciudad y universidad italiana que le presta su nombre,
sino que en realidad se trata del modelo organizativo y didáctico
de procedencia anglosajona, y en particular de Estados Unidos, para
ser aplicado en nuestras universidades, siguiendo las pautas ya
practicadas durante años en esos ambientes anglosajones, donde
muchas universidades dejan tanto que desear, aunque algunas, pocas,
sean consideradas punteras, según el canon de calidad que ellas
mismas se conceden.
Ese plan Bolonia (o construcción
del Espacio Europeo de Educación Superior) para reorganizar las
universidades europeas en los inicios del siglo XXI representa en
realidad una ruptura frontal de los históricos modelos europeos de
universidad que han estado vigentes hasta hoy, en concreto el
francés y alemán, por ser éstos los más influyentes y articulados.
En consecuencia, el llamado de Bolonia es un decidido plan de
imponer un modelo distinto, anglosajón, muy funcionalista y hasta
taylorista en muchos momentos. El lenguaje de las competencias,
corazón didáctico de ese plan, huele mucho al lenguaje de los
objetivos operativos, propio de una didáctica funcionalista muy
bien definida y triunfante en los años sesenta del siglo XX,
procedente de los USA, como parece fácil de deducir.
Es cierto que en años pasados
nosotros mismos hemos pensado y defendido algunas de las bondades
de este nuevo modelo docente, en la medida que frente a un tipo
anacrónico de docencia universitaria hacía posible una mayor
participación de los estudiantes en su proceso de aprendizaje, a lo
que tampoco ahora renunciamos. Pero bien es cierto que ya antes
muchos profesores dábamos oportunidades todos los días para que los
estudiantes fuesen agentes directos de su propio proceso de
aprendizaje.
Lo tremendo y preocupante que ahora
nos llama la atención es la actitud desmovilizada, seguidista y
bastante papanata, que ofrecen al observador la gran mayoría
de paises europeos y sus universidades (desde luego las
españolas) ante le empecinada imposición de un modelo extraño a la
tradición europea como es este de procedencia anglosajona.
Mientras la tradición europea habla
de licenciatura universitaria, desde hace 800 años, ahora de golpe
tenemos que aceptar sin más la denominación anglosajona de grado. Y
nadie dice nada. Mientras nuestra tradición contempla el nivel
de la maestría, ahora tenemos que adoptar el nombre de
master, y en plural másteres. No hablemos de la reorganización de
los estudios, que representa una decidida minoración de contenidos,
saberes y exigencias. No dejemos de mencionar la prevalencia
del modelo tecnocrático y tecnológico de los planes de estudio,
especialmente grave en las ciencias sociales, en las de la
educación, en las humanas, y desde luego en las experimentales.
Está representando el triunfo de los tecnócratas desideologizados,
por ejemplo de forma descarada en Ciencias de la Educación, sin ir
más lejos.
Nuestra universidad está poco a
poco quedando ayuna y vacía de ideología, está casi impedida y casi
castrada para suscitar las grandes preguntas y respuestas propias
de las ciencias en general. Solamente parece importar a la cultura
dominante lo tecnológico, las patentes, los efectos inmediatos
sobre la economía y la producción de objetos y productos que
alcancen un buen éxito en el mercado, que representen la máxima
posición para el becerro de oro, el dinero, el capital. Las pautas
que traza la OCDE para los sistemas educativos, y para las
universidades en particular, se convierten en el único camino
posible, y desean que sin retorno.
Lo grave, lo muy grave, es que
estamos cayendo en una pendiente que carece de capacidad de
resistencia y crítica ante este arrollador proceso tecnocrático que
nos engulle, desprovisto de preguntas propias de la ciencia y de
los hombres, proceso al fin desmovilizador, mimético,
acrítico, conformista, beato, lleno de beatería.
Si añadimos a todo ello el terrible
momento de dificultades económicas que padecen nuestros paises,
parece que asistimos a un ciclo de grave y profunda reordenación
universitaria, de reajuste, de explícita reconversión, que se
muestra especialmente preocupante para las universidades públicas.
Es el actual, pues, al mismo tiempo un peligroso paso hacia una
reconversión social de las universidades, que aminora el efecto
democratizador que en las pasadas décadas había alcanzado la
educación superior de muchos paises europeos, desde luego muy
visible en casos como los de Portugal y España.
Por ello, nada de conformismo, de
aguantarse, de hacer concesiones, de ceder, de no ejercitar la
crítica, de no vocear las desigualdades y denunciar los pasos atrás
dados en la vida de las universidades. Nada de beatería en nuestra
universidad.
José María Hernández Díaz
Universidad de Salamanca
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