Opinião

Crónica Salamanca
las mejores Universidades

Hernandez DiazLa jerga utilizada por los bancos y banqueros, la de los brokers de las bolsas de Nueva York, Tokio o Madrid, la de los periódicos diarios y la de los informativos televisivos o de radio, la que invade nuestra economía familiar y rompe miles de proyectos de vida a cada instante, sobre todo en los dos últimos años, parece que llega a la universidad cual elefante en cacharrería. Es evidente que esa jerga, esa terminología particular de palabras con significado económico, competitivo, de lucha abierta por imponerse al otro (considerado como contrario) esta convirtiéndose en algo corrosivo y real en los pasillos, bibliotecas, aulas y laboratorios de nuestras universidades.

Se habla con naturalidad de ranking de universidades, en relación a ciertas categorías de análisis (no a otras). Es habitual reconocer que se es, o no, competitivo en este campo del saber universitario. Es obligatorio someterse al formalismo de las revistas científicas para ser acreditado (superar el tope establecido, como en la banca). Se requieren evidencias contables de prácticas pedagógicas o sociales en las actividades docentes para que una titulación sea reconocida como buena y supere el listón (la contabilidad en la banca es principio supremo, claro). Podríamos llenar varias páginas escribiendo de competitividad, rankings, eficacia, competencias, acreditación, y tantas otras del mundo de la banca, que ha invadido de forma literal y asombrosa la vida real de los miles de millones de ciudadanos del planeta Tierra, y desde luego en el mundo ibérico.

Las cosas tienen su nombre, los lugares y territorios, los procesos, antes también las personas, como escribió el semiólogo Umberto Eco hace algún tiempo. La semántica, la ciencia de las palabras y sus significados, el lenguaje de los hombres nos dice, expresa y connota, más allá de lo explicito o evidente. Por ello nos parece tan revelador lo que está ocurriendo en el mundo universitario, de forma alarmante en los últimos años.

Se ha impuesto un concepto de universidad de calidad acorde con los intereses del gran capital: si es rentable en gestión, si está concebida como una empresa, si ofrece innovaciones y productos tecnológicos competitivos (lo de las humanidades y ciencias sociales parece residual y ornamental para este modelo de universidad). Una universidad es buena cuando se dedica a ser muy competitiva en investigación, pero entendida ésta sólo, o de forma especial y sobresaliente, en los campos de la economía, la medicina, la ciencia experimental, las ingenierias por lo que bien puede equipararse una universidad a un centro de investigación en economía, medicina, ciencia experimental, ingenierías. En los rankings que circulan como ídolos de referencia por todo el mundo, las ciencias básicas cuentan menos, las ciencias sociales pesan poco, y las humanidades apenas nada (hablamos de campos de la lingüística o de saberes como la filosofía, por ejemplo).

Esta nueva idolatría hacia el becerro de oro del dinero y el productivismo, de la economía y la tecnología ultracompetitiva, ha ido estableciendo un nuevo paradigma de la ciencia y del ser profundo y radical de qué ha de ser una universidad. Se ha destrozado el punto de partida del origen radical de una universidad: encuentro de maestros y discípulos para aprender los saberes. Es decir, parece que lo que menos importa es que haya buenos profesores que enseñen a los estudiantes a aprender, y lo que más importa es cuantas patentes produce una universidad al cabo de un año. Parece que lo único que importa en la universidad es la llamada cultura emprendedora (del mundo empresarial) para obtener cuantos más y cuanto antes productos rentables, competitivos, siempre expresados en dinero contable.

Por ello en una universidad considerada como buena, si aplicamos estos criterios economicistas, no tiene espacio alguno la poesía o la producción artística, salvo que sean utilizadas como adorno, complemento, evasión, incluso inversión de la propia gerencia de la universidad. Cuando uno visita algunas universidades de Estados Unidos, consideradas como parte del grupo de las elegidas como mejores, quedamos alarmados del papel residual y completamente secundario de todos aquellos saberes y campos científicos que no entren en los capítulos antes reseñados como expresivos de la competitividad científica y empresarial. Son malos tiempos para la poesía en la universidad, como solemos decir de forma recortada para expresar que lo que impera es lo funcional, lo aplicado, el dinero, el dios mercado, la cuenta corriente de resultados. Son muy malos tiempos en nuestras universidades para la defensa sindical, para la crítica, para el funcionamiento transparente y democrático, para la solidaridad, para la entrega generosa a la docencia, para dedicar tiempo a los estudiantes. Son tiempos perversos para un concepto de universidad en que el hombre ocupe la posición central de los problemas e intereses docentes e investigadores.

Y sin embargo, cabe defender otros modelos de universidad, de auténtica calidad, en los que son necesarios y posibles de defender los valores de la democracia y participación interna, del voluntariado solidario, del equilibrio entre docencia e investigación, del encuentro entre maestros y estudiantes. Las mejores universidades son éstas, en las que el hombre y sus problemas ocupan una posición central entre sus preocupaciones docentes e investigadoras.

 
 
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