Crónica
Los tiempos del estudiante
Es cierto que en las universidades del
siglo XXI no se puede hablar de una tipología casi única y
mayoritaria de estudiante que sea aceptada por la sociología y la
historia universitaria, a diferencia de lo sucedía en otras etapas
del pasado. Así, en el siglo XVI la mayoría de los estudiantes eran
clérigos, pertenecientes a órdenes y congregaciones religiosas
regulares o al clero diocesano, o en el siglo XIX los escasos
estudiantes universitarios eran exclusivamente varones y de
procedencia burguesa.
Muy diferente es la imagen que
comienza a ofrecer el estudiante de la segunda mitad del siglo XX,
algo más libre y heterogéneo en su procedencia geográfica y social,
sexo, edad, ideas y prácticas sociales, consecuencia obvia del
proceso de democratización y presencia masiva de jóvenes extraídos
de diferentes sectores de la población.
Hablemos ahora de nuestro tiempo
presente, cuando el estudiante universitario que se anuncia en los
inicios de la tercera década del siglo XXI es mucho más difícil de
encasillar dentro de un canon predefinido de estudiante, porque al
mismo tiempo la diversidad de procedencias sociales y geográficas
es enorme, aunque las formas de conducta en el seno de sus
respectivas instituciones universitarias con frecuencia son
parecidas en Boston y en Lisboa, en Seúl y Paris, en Libreville y
Salamanca. Se observa una constante sociojuvenil y universitaria
que trasciende todas las fronteras y modelos de universidad
Podríamos incluso aceptar con
Eduardo Spranger, desde la publicación de aquella clásica obra de
este autor alemán sobre la psicología de la edad juvenil, que hizo
furor en Europa en el primer tercio del siglo XX, que el joven,
además de desear comprenderse a sí mismo, trata de abarcar el mundo
desde sí en un afán inconmensurable de búsqueda, de crítica y de
revisión de todo aquello que lo entorna. Busca hacerlo desde su
emergente afán científico y racional, si bien no siempre lo
consigue.
Esta fase de la edad juvenil
propuesta por el pensador germano coincide entre nosotros, en buena
medida, con la actual etapa formativa del estudiante universitario
de grado y posgrado. ¿Qué significa esto, si analizamos lo que
sucede a nuestro alrededor en la vida cotidiana, en el tiempo de
los jóvenes universitarios?
En la posible respuesta a la
pregunta propuesta aparecen casi confrontadas dos posiciones.
Una que piensa solamente en el
estudiante como el futuro ejecutivo profesional de un campo de
especialización (ingeniero, lingüista, médico, abogado, pedagogo,
físico, psicólogo, economista, profesor, biólogo y muchas más). La
universidad debe ser así para el estudiante el canal obligado
de formación técnica y de acreditación final mediante un título que
le va a permitir el ejercicio profesional correspondientes. En
consecuencia, la etapa universitaria debe ser estrictamente
dedicada por el estudiante a estudiar, estudiar y estudiar lo que
pidan y expliquen los profesores. Sobran otros tiempos dedicados
por el estudiante a actividades formativas complementarias, al ocio
que vaya más allá de lo imprescindible, y a una vida social que
debiera ser limitada a los indispensable, para no restar tiempo al
estudio.
En suma, según piensan los
defensores de este modelo de estudiante universitario, el tiempo
del estudiante es para estudiar, aprobar y obtener un diploma de
acreditación para el ejercicio de una profesión, argumentan los
partidarios de esta línea de pensamiento. Por ello, dentro de su
currículum sería suficiente un mínimo baño cultural, algo "light",
porque los valores de conducta personal y social le vienen (o no)
al futuro profesional de otra parte (sea la familia, los medios de
comunicación, internet o las redes sociales)
Una segunda perspectiva sobre la
universidad y sus estudiantes es la que postulan los defensores de
un modelo formativo de universidad que conciba el tiempo de los
estudiantes como una oportunidad para madurar y aprender otras
muchas cosas, que vayan más allá de lo estrictamente profesional.
Algunas voces cualificadas como las de M. Oakeshott, o S. Collini,
difundidas en los últimos años, se sitúan a favor de un modelo
formativo en la universidad que reconozca la importancia del
aprendizaje más lento, compartido y profundo, de la idoneidad de
lecturas transversales que vayan más allá de la superficialidad de
artículos de revistas que le van a resbalar al estudiante, y no
calar, en su ideario formativo. Nos dicen que es preciso un tiempo
reconocido para combinar la formación integral del joven, en sus
dimensiones físicas, estéticas, sociales. Compartimos con ellos que
la universidad debe ser para el joven una oportunidad para aprender
de forma solidaria, y hacer inmersiones de solidaridad
comprometida, para emprender y disfrutar de muchas cosas más que
los apuntes de clase y las lecturas obligatorias, los experimentos
de laboratorio y las prácticas profesionales en instituciones
sociales, jurídicas, educativas o sanitarias.
Por todo esto, dada la
construcción social que todos hacemos de nuestro ideario y nuestra
formación en la universidad, es tan importante para el estudiante
aprovechar un tiempo para compartir con otros sujetos
pertenecientes a un tramo etario próximo, para cultivar aficiones,
asistir a conciertos y representaciones teatrales, participar en
seminarios y conferencias que trasciendan el inmediatismo de su
aprendizaje utilitario profesional, para realizar
lecturas detenidas más profundas, para pensarse a sí mismo y su
proyección social, ahora y en su futuro desempeño profesional. Es
otra forma de afirmarse como jóvenes en un tramo de edad tan
específico e imprescindible, podría decirnos el ya citado
Spranger.
Sería una pérdida penosa e
irremediable para el estudiante reducir la universidad a un proceso
individualista de aprendizaje profesional, dejando a un lado otros
saberes y prácticas sociales que le van a enriquecer como persona y
como profesional. Sería un tiempo desaprovechado. El tiempo de la
universidad debe ser para los jóvenes el tiempo del estudiante para
crecer en profundidad en varias posibles direcciones, y para no
dejarse encerrar en el modelo "light" de la superficialidad, tan
conveniente para los intereses de quienes dominan el mundo desde el
consumo y el becerro de oro y que saben combinar muy bien los
grandes almacenes y las redes sociales.