Opinião

Crónica
Urgencias para nuestra universidad

Hernandez DiazLa reciente constitución de gobierno en España ha traído consigo la creación de varios ministerios nuevos, por ejemplo en Educación. Donde hasta hace bien poco el Ministerio de Educación y Ciencia acogía con suficiencia todo lo que corresponde al sistema educativo, ahora tenemos Educación, Universidades y Ciencia. Creo sinceramente que tal distribución y reparto es un error, y no sé si un despropósito a medio plazo.
Hasta el año 1900 todo lo referente a educación y cultura en la administración del Estado estaba diseminado y mal atendido en otros ministerios, siempre de forma tangencial y vicaria. Fue un avance real para la educación y la cultura  en la vida pública española la creación del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes en aquella fecha. Sobre todo porque un principio básico de política educativa es que aquello que no tiene presupuesto de donde colgarse, es decir, visibilidad presupuestaria, tiene siempre dificultades para verse reconocido y llevado a la práctica política y de la administración.
Más cerca ya de nosotros lo relacionado con Cultura se asignó a otro Ministerio diferente a Educación. Ahora, pues, tendremos cuatro ministerios distintos, aunque es cierto que la complejidad de la Cultura y de la Ciencia motiven el haber desgajado competencias, si bien nos parece que tomar en su conjunto  y de forma unitaria todo lo relativo a Educación en un solo ministerio sería lo más apropiado. Veremos.
Lo cierto es que ahora tenemos un Ministerio de Universidades, cuyo titular es Manuel Castells, prestigioso sociólogo, reconocido desde hace décadas. El mismo está en desacuerdo con esa división muy artificial de las competencias en educación superior e investigación, tal como ha comentado públicamente hace unos días.
Aceptada esta realidad administrativa de la política educativa superior, al menos de momento, nos queda recordar algunas de las urgencias y deberes que tienen las universidades, para reparar perjuicios provocados por la crisis económica y por los no resueltos asuntos universitarios de ya más larga duración.
Nos referimos, por supuesto, al estatuto docente del profesorado universitario, a la revisión de salarios de miseria en algunas clases de profesores, a la estabilidad de becarios de investigación, a mejorar a la baja el coste de las matrículas universitarias, a financiar mucho mejor las universidades públicas, a clarificar políticas de creación de nuevas universidades privadas, a revisar en definitiva una ley general de universidades que en algunos aspectos adolece del paso del tiempo. Tengamos en cuenta que sigue vigente la LRU (Ley de Reforma de Universidades) de 1983, y ya ha llovido bastante, aunque el cambio climático lo haya producido de manera muy irregular.
Hay dos aspectos, sin embargo, que no se resuelven de inmediato, por su complejidad y tradición arraigada en la vida universitaria, pero que nos parecen claves para mejorar a fondo las universidades. Conviene no perderlos de vista, además de asignar recursos para atender las demandas antes anunciadas.
Uno tiene que ver con el sistema de selección de los profesores, el mecanismo de incorporación, lo que en el tema representa la cacareada autonomía universitaria para algunas cosas, pero no para este asunto. El clientelismo, el amiguismo, el nepotismo más generalizado está matando la calidad real de la oferta universitaria. Una universidad es buena si lo son los profesores, y si es adecuado el sistema de selección de los mismos. Lamentablemente, esto no sucede entre nosotros, y cunde el dominio de la mediocridad intelectual y académica, salvo excepciones, en la formar de incorporar nuevos profesores a la universidad
Un segundo asunto tiene que ver con la tipología de la universidad y la ciencia que se produce, sometida desde hace décadas a un canon anglosajón para hacer ciencia, procedente de determinadas universidades que han implantado en todo el mundo dichas pautas, y que carece de criterios reales objetivables e independientes. Son empresas privadas las que manejan los hilos de la ciencia, y en particular el desprecio de las humanidades y las ciencias sociales. Es cierto que el drama científico de este tipo que afecta a profesores, investigadores y universidades es universal, pero también el deseo de una nueva universidad, y de una ciencia que sirva y oriente a la sociedad, nos invita a una respuesta alternativa, más humanista y social, y no estrictamente competitiva, y desde categorías que no procedan directamente de las ciencias experimentales y las tecnologías.
Una universidad, una ciencia y un profesor con proyecto social es algo bien diferente, y ahora tal vez hay que aprovechar oportunidades administrativas para comenzar a mejorar ciertas prácticas profesionales y científicas en nuestras universidades que caminan impasibles, rutinarias, pero pervertidas sobre el sentido social y de progreso real que debe caracterizar a una universidad del siglo XXI.

 
 
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