CRÓNica
Sobre la ilusión en la universidad
Hace unos días rebuscaba en mi
biblioteca un libro relativo a un tema profesional sobre el que
estaba escribiendo, y de casualidad me topé con otro más liviano de
páginas, pero no por ello menos interesante y profundo. No podía
ser de otra manera cuando su autor era nada menos que el filósofo
Julián Marías, uno de los grandes pensadores de la España
contemporánea, autor de obras formativas y muy influyentes para
varias generaciones, al menos la mía así lo reconoce. El título del
librito es muy expresivo "Breve tratado de la ilusión", y se
publicó en 1984.
Después de años he vuelto a
releerlo con cierta ansiedad, sin duda motivado por la preocupación
que me suscita el estado actual de nuestra universidad en España,
con problemas y nubarrones encima de la institución, con esperanzas
fallidas y expectativas siempre ¿ilusionantes? ¿ilusas? ¿ilusorias?
El comienzo de año, el invierno y el mes de enero también invitan a
ello, a formularse algunas preguntas.
En la lengua española el sustantivo
ilusión es polisémico y versátil, en la literatura clásica y en la
actualidad. Su significado va desde el posible engaño, la creencia
sin fundamento, la ingenuidad, los efectos de la magia, o también
la aspiración optimista que tiene una persona sobre un proceso,
tenga o no éste fundamento realista o práctico Así lo explica de
manera profunda y didáctica el maestro Julián Marías en su libro.
En esta ocasión nos vamos a quedar con esa perspectiva positiva,
cuyo adjetivo complementario no sería iluso o ilusorio, sino
ilusionante, motivador para recorrer un camino, y con expectativa
de éxito final.
Cuando se retoma la actividad
docente e investigadora en el nuevo ciclo de este naciente año, de
forma inevitable todos nos formulamos preguntas sobre el sentido y
oportunidad de lo que hacemos, hacia dónde vamos, qué esperamos,
qué deseamos modificar de nuestra vida académica o cotidiana. Tales
cuestiones, cuando las colocamos sobre la actividad normal de la
universidad a que pertenecemos, nos inducen a poner cara a
estudiantes de primeros cursos y de doctorado, a los conserjes de
la facultad y a los compañeros de departamento, a la figura del
decano y del rector, al personal de los servicios administrativos,
a los miembros del grupo de investigación y a quienes nos van a
evaluar por alguna de las decenas de actividades de nuestra
producción académica (docentes, proyectos de investigación, oyentes
de nuestras charlas y conferencias, y tantas otras). No olvidemos
que ahora todo se mide, y cuantifica (no siempre bien) en el marco
de una cultura académica de la pretendida evaluación de la calidad
del producto.
En la actividad habitual con
nuestros alumnos y colegas de profesión e institución universitaria
nos mostramos como somos, y también con frecuencia con enorme
careta, o desdoblamiento de personalidad. Pero al fin prevalece lo
que todos conocemos ya como el currículo oculto, el estilo y los
valores de cada uno, aunque puedan quedar a veces disimulados o en
un segundo plano o nivel. Y ahí aparece ya sin tapujos la
percepción que tenemos de los demás, o la que transmitimos con
nuestra forma de ser e ilusionar, de trasladar a otros el optimismo
transformador de la tarea pedagógica, imprescindible en una tarea
pública, comunicativa, generosa como es la enseñanza universitaria,
o la investigación creadora de conocimiento, o la difusión del
saber en todos los planos y ambientes sociales posibles.
Creo que la mayoría de agentes de
la actividad universitaria (profesores, estudiantes, personal de
apoyo, encargados de la gestión académica) somos portadores del
valor añadido de la ilusión creadora y positiva propia de los
procesos de enseñanza y aprendizaje, de las tareas creadoras de
producción del conocimiento o de la generosidad y saber hacer de
quienes tienen en este momento responsabilidades de gestión.
Pero no es suficiente para lograr
una universidad ilusionada, capaz de creerse que puede ser mejor en
el día a día, y que lo consigue. Todos necesitamos estímulos, nos
dice Julián Marías, para alimentar nuestra sana ilusión,
necesitamos recibir refuerzos positivos, siempre más eficaces que
los represivos y negativos, como sabemos bien desde la teoría y la
práctica pedagógicas.
La vida cotidiana de una
institución como la universidad está necesitada de ilusión para
pensar y proyectar, para formar y reflexionar, para investigar y
disfrutar de la ciencia y de los saberes, para crecer en humanidad,
como nos diría Kant. Por supuesto, para ser y ofrecer un servicio
público de garantía, para ejercer la democracia y fomentar su
aprendizaje, para establecer nexos solidarios con quienes más lo
necesitan, en nuestro pais y en otros continentes. Nada de ello es
posible sin una buena dosis de ilusión creadora.
En la universidad no podemos
esperar pasivamente a que se nos resuelvan los problemas desde
fuera, aun aceptando y exigiendo que se eliminen trabas y se
facilite una mayor inversión en educación superior a los poderes
públicos que detentan esa capacidad de distribución de los recursos
públicos. También todos y cada uno de los miembros de la comunidad
universitaria, desde el rector al estudiante más joven que acaba de
llegar, tenemos la obligación de generar optimismo e ilusión en
nuestro entorno, sin ser ingenuos, pero siendo generosos y
solidarios.
Invitamos a pensar sobre la categoría "ilusión" en la
universidad donde trabajamos o nos formamos. Son deseos de un año
nuevo, esperanzas de un naciente ciclo de vida.