Opinião

Crónica
Las llamadas comunidades científicas
Hernandez DiazEl hecho de pertenecer a un mismo ámbito de la ciencia, sea éste de las ciencias sociales o de las experimentales, de las humanidades , de las ingenierías o de las ciencias de la vida, suele llevar consigo para un investigador la adscripción formal y real a una denominada comunidad científica. Es probable que quien mejor haya argumentado esta conexión entre profesión, comunidad científica y ciencia propiamente dicha haya sido el intelectual alemán Max Weber, cuando a comienzos del siglo XX señalaba que uno de los rasgos que definen a una profesión fuerte es precisamente su identidad corporativa, profesional y científica. Y toda ciencia, profesión y campo de intereses científicos y profesionales parecen caminar de forma inexorable, desde el siglo XIX hasta el presente, hacia la constitución de una asociación científica, profesional que acoge una identidad propia o compartida.
Es decir, para que un campo profesional sea reconocido de forma adecuada en el contexto de las profesiones y las ciencias necesita de un grupo de científicos o cultivadores de esa ciencia, de masa crítica capaz de legitimar científicamente ese ámbito, y de defender también los intereses corporativos comunes. Se forma entonces una llamada comunidad científica, que más bien sería una comunidad de intereses que giran en la órbita de una ciencia determinada, sea esta dura, blanda, social, experimental, básica o aplicada.
De esta forma, una comunidad científica organiza sus estatutos, con fines, objetivos y medios, donde se insertan sus miembros, sean socios o adheridos, que cultivan y defienden la identidad y los intereses propios y los del grupo más amplio. Hay comunidades científicas muy amplias, formadas por numerosos componentes, y con potente influencia social y científica. Otras, por el contrario, son más pequeñas, o son más incipientes, o responden a un espacio científico muy limitado en el contexto general de la ciencia, y con menor impacto social.
Todas las comunidades científicas eligen a sus directivos, ponen en la peana a sus "popes", a sus personajes de influencia científica reconocida ( o sutilmente impuesta) dentro del grupo, o aquéllos que ejercen el juego de una determinada política, siguiendo pautas semejantes a las utilizadas por aquellos que ejercen la política con mayúsculas. No existe una regla común y universal de conducta en esta práctica social y científica, y por ello cada sociedad científica tiene sus reglas propias, y  que van cambiando a lo largo de los años. Es decir, en ocasiones una comunidad científica gira en torno a los llamados "mandarines" del grupo, y de procedencia compartida en diferentes universidades, pero en otras la elección de los dirigentes puede ser más aseada y democrática, respondiendo a los intereses reales de la mayoría de sus miembros. Depende de muchos factores internos de esa comunidad científica.
Lo cierto es que casi siempre una comunidad científica se erige, por diferentes motivos, en un apetecible espacio de poder para quienes aspiran o logran ser directivos de ese amplio grupo de cultivadores de esa ciencia o ámbitos disciplinares compartidos. Y es ahí donde se producen los choques de ambiciones, sean intelectuales, políticas, de influencias profesionales. Porque si en la vida social existe un espacio típicamente competitivo, cargado de envidias, celos, peleas y controversias, ese es la universidad, es el espacio de la ciencia, en su enorme diversidad.
En todas las profesiones y campos científicos de cierto relieve podemos encontrar ejemplos poco edificantes de grandes pensadores y científicos que han sido competidores insufribles, peleones a muerte por miserias morales y científicas. Extraído del campo de las ciencias de la educación, pondremos solamente un ejemplo paradigmático, de hace ahora cien años, para no herir susceptibilidades, como fue la pelea a muerte que llevaron a cabo dos grandes paidólogos y psicólogos de la educación, como fueron A. Binet y E. Claparede. Su conocido y universal enfrentamiento condujo a la división profunda que padeció en Europa y en el mundo el movimiento paidológico entre las dos guerras mundiales del siglo XX. Ambos querían ser el indiscutible número uno y gozar de los apoyos de sus respectivos seguidores para anular al contrincante. El resultado fue nefasto para la ciencia y para la comunidad científica de sus simpatizantes.
Pues apliquémonos el cuento un siglo más tarde, y analicemos con distancia y desapasionamiento lo que ocurre hoy en muchas comunidades científicas de todos los colores. Aquí poco ha cambiado la condición humana y las peleas, explícitas o sutiles, se producen a diario entre quienes se disputan el poder o la influencia científica o profesional, en forma de plazas de profesores, contratos de investigación, invitaciones a conferencias generales o viajes, lo propio de una vida científica activa.
El problema se agrava cuando un auténtico cacique académico de por vida, aunque se haya jubilado, ha generado un clima tóxico en el seno de la sociedad científica, y ha dejado bien establecidas las reglas de juego y de influencia en esa comunidad científica. Así se explica, por ejemplo, que en una sociedad científica determinada, con casi 50 años de vida en España,  todos los presidentes "elegidos democráticamente" hayan sido cooptados y obtenido el beneplácito de uno de estos mandarines insufribles, que lo serán hasta en el cementerio. ¡Pobres vecinos de tumba!


 
 
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