Crónica Salamanca
Tiempo de examenes, evaluaciones y balances
En el
hemisferio norte, y a veces también en otras latitudes donde se han
constituido países con notables influencias occidentales, el
solsticio de verano anuncia nuevo clima más seco y caluroso, más
luz y días de percepción más larga, sensaciones diferentes,
necesidad de descanso y vacaciones, acompañando el ciclo natural de
la vida, de la propia naturaleza. En el trópico y en el hemisferio
sur las cosas suceden de otra forma, incluso a la inversa, pero
también equivalentes.
De acuerdo con
ese ritmo vital, que desde luego no es de ahora, en su día y hace
muchos siglos, cuando ya funcionaban algunas escuelas (pocas) y
escasas universidades, nacieron los calendarios y las jornadas
escolares de niños y mayores y se fueron acomodando a ese ritmo que
hemos denominado estacional, y cíclico. En las universidades
medievales el mes de junio representaba el final del curso, y el
inicio de unas vacaciones que alcanzaban hasta san Lucas, en el mes
de octubre. Así fueron las cosas hasta no hace tantos años, y el
tema merecerá nuevas reflexiones . Pero por ahora sólo queremos
fijarnos en el significado de balance y recogida de cosecha que
representa el verano en las culturas del norte (en otras hay
cosechas y recogidas a lo largo de todo el año y no nos vale el
símil).
A la hora de
hacer balance, de recoger la cosecha, en el esquema escolar
universitario se toma como punto final la obtención del diploma, y
los pasos previos representados en los años o cursos escolares
necesarios para obtenerlo, sean cuatro, cinco o seis (para las
licenciaturas o grados), uno o dos para los másteres, y tres o más
para los doctorados. Cada final de curso escolar significa para
cada uno de los millones de estudiantes universitarios de nuestros
establecimientos de educación superior tener que superar varias
disciplinas o asignaturas (sean 8, 10, o las que fueren). Es decir,
tiene que demostrar ante su profesor que ha alcanzado con
suficiencia determinadas competencias de diverso orden en una
asignatura determinada, concreta. Esa demostración puede haberse
planteado, como cada vez es afortunadamente más frecuente en
nuestras universidades, de forma continuada, y a lo largo de los
meses anteriores, y no sólo de forma memorística, y a una carta,
como ha sido práctica dominante entre nosotros hasta hace muy
poco.
La evaluación, el
balance, es siempre necesario en la vida cotidiana de cada persona,
todos los días, en el plano individual y en el colectivo, para
llegar a comprender en que hemos acertado y en que hemos fracasado
o cometido errores. El balance de resultados es imprescindible en
las instituciones, en las familias, en el sistema educativo, en las
universidades, para evitar caer en el error, en la desidia, en el
actuar sin preguntas, para mejorar y avanzar. La cultura de la
revisión, de la evaluación debe formar parte de la manera natural
de funcionar nuestras universidades, de analizar los éxitos y
fracasos, de reflexionar sobre el grado de cumplimiento de
objetivos, en especial si nos fijamos en instituciones
universitarias con financiación pública.
Por ello es
completamente natural que estemos acostumbrados a revisarnos, a
examinarnos, y lo hagamos con los establecimientos docentes y con
los estudiantes. Pero debemos hacerlo lo mejor posible, no de
cualquier manera, y ahí es donde surge el
problema.
La vorágine de
exámenes, de memorias, informes, trabajos, que padecen en estas
semanas nuestros estudiantes , nosotros como profesores víctimas y
los organismos internos de las universidades es descomunal en
magnitud y diversidad. Y creciendo sin parar.Y esto hay que
arreglarlo de alguna manera.
La cultura
administrativa y académica de la simplicidad, de la evaluación
permanente, de la observación de resultados institucionales a lo
largo de un proceso más racionalizado es imprescindible para lograr
que nuestras universidades sean más eficaces y académicas, menos
burocráticas y rígidas. En ello la cultura académica anglosajona en
algunas parcelas nos lleva la delantera, si bien en otras nos
impone el dogma del formalismo experimentalista contante y sonante,
con sus algunos éxitos y los mucho más frecuentes y lamentables
fracasos para las ciencias sociales y las humanidades y las
instituciones de educación superior. Bien es verdad que, ante todo
y previamente, hay que continuar estirpando la vigencia exclusiva
del memorismo y de la evaluación sometida a una especie de lotería,
suerte torera, con peligro de muerte real, consecuencia de la
pervivencia del modelo didáctico tradicional del
profesor-autoridad, y de los estudiantes como seres pasivos y
receptores de doctrina. Por fortuna van quedando menos actuaciones
de esta clase, pero existen aún muchas merecedoras de ser
eliminadas.
Otra cuestión
próxima a nuestras reflexiones es la que representan las
oposiciones de las administraciones públicas, sistemas de selección
de médicos, profesores, juristas, funcionarios de todo tipo, tan
imprescindibles para sostener con excelente criterio el buen
funcionamiento de todas las instituciones públicas del Estado,
incluidas las universidades. Pero lo dejamos para otro
momento.