Opinião

Crónica Salamanca
Tiempo de examenes, evaluaciones y balances

Hernandez DiazEn el hemisferio norte, y a veces también en otras latitudes donde se han constituido países con notables influencias occidentales, el solsticio de verano anuncia nuevo clima más seco y caluroso, más luz y días de percepción más larga, sensaciones diferentes, necesidad de descanso y vacaciones, acompañando el ciclo natural de la vida, de la propia naturaleza. En el trópico y en el hemisferio sur las cosas suceden de otra forma, incluso a la inversa, pero también equivalentes.

De acuerdo con ese ritmo vital, que desde luego no es de ahora, en su día y hace muchos siglos, cuando ya funcionaban algunas escuelas (pocas) y escasas universidades, nacieron los calendarios y las jornadas escolares de niños y mayores y se fueron acomodando a ese ritmo que hemos denominado estacional, y cíclico. En las universidades medievales el mes de junio representaba el final del curso, y el inicio de unas vacaciones que alcanzaban hasta san Lucas, en el mes de octubre. Así fueron las cosas hasta no hace tantos años, y el tema merecerá nuevas reflexiones . Pero por ahora sólo queremos fijarnos en el significado de balance y recogida de cosecha que representa el verano en las culturas del norte (en otras hay cosechas y recogidas a lo largo de todo el año y no nos vale el símil).

A la hora de hacer balance, de recoger la cosecha, en el esquema escolar universitario se toma como punto final la obtención del diploma, y los pasos previos representados en los años o cursos escolares necesarios para obtenerlo, sean cuatro, cinco o seis (para las licenciaturas o grados), uno o dos para los másteres, y tres o más para los doctorados. Cada final de curso escolar significa para cada uno de los millones de estudiantes universitarios de nuestros establecimientos de educación superior tener que superar varias disciplinas o asignaturas (sean 8, 10, o las que fueren). Es decir, tiene que demostrar ante su profesor que ha alcanzado con suficiencia determinadas competencias de diverso orden en una asignatura determinada, concreta. Esa demostración puede haberse planteado, como cada vez es afortunadamente más frecuente en nuestras universidades, de forma continuada, y a lo largo de los meses anteriores, y no sólo de forma memorística, y a una carta, como ha sido práctica dominante entre nosotros hasta hace muy poco.

La evaluación, el balance, es siempre necesario en la vida cotidiana de cada persona, todos los días, en el plano individual y en el colectivo, para llegar a comprender en que hemos acertado y en que hemos fracasado o cometido errores. El balance de resultados es imprescindible en las instituciones, en las familias, en el sistema educativo, en las universidades, para evitar caer en el error, en la desidia, en el actuar sin preguntas, para mejorar y avanzar. La cultura de la revisión, de la evaluación debe formar parte de la manera natural de funcionar nuestras universidades, de analizar los éxitos y fracasos, de reflexionar sobre el grado de cumplimiento de objetivos, en especial si nos fijamos en instituciones universitarias con financiación pública.

Por ello es completamente natural que estemos acostumbrados a revisarnos, a examinarnos, y lo hagamos con los establecimientos docentes y con los estudiantes. Pero debemos hacerlo lo mejor posible, no de cualquier manera, y ahí es donde surge el problema.

La vorágine de exámenes, de memorias, informes, trabajos, que padecen en estas semanas nuestros estudiantes , nosotros como profesores víctimas y los organismos internos de las universidades es descomunal en magnitud y diversidad. Y creciendo sin parar.Y esto hay que arreglarlo de alguna manera.

La cultura administrativa y académica de la simplicidad, de la evaluación permanente, de la observación de resultados institucionales a lo largo de un proceso más racionalizado es imprescindible para lograr que nuestras universidades sean más eficaces y académicas, menos burocráticas y rígidas. En ello la cultura académica anglosajona en algunas parcelas nos lleva la delantera, si bien en otras nos impone el dogma del formalismo experimentalista contante y sonante, con sus algunos éxitos y los mucho más frecuentes y lamentables fracasos para las ciencias sociales y las humanidades y las instituciones de educación superior. Bien es verdad que, ante todo y previamente, hay que continuar estirpando la vigencia exclusiva del memorismo y de la evaluación sometida a una especie de lotería, suerte torera, con peligro de muerte real, consecuencia de la pervivencia del modelo didáctico tradicional del profesor-autoridad, y de los estudiantes como seres pasivos y receptores de doctrina. Por fortuna van quedando menos actuaciones de esta clase, pero existen aún muchas merecedoras de ser eliminadas.

Otra cuestión próxima a nuestras reflexiones es la que representan las oposiciones de las administraciones públicas, sistemas de selección de médicos, profesores, juristas, funcionarios de todo tipo, tan imprescindibles para sostener con excelente criterio el buen funcionamiento de todas las instituciones públicas del Estado, incluidas las universidades. Pero lo dejamos para otro momento.

 
 
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